Estoy en un baño ajeno, otra vez. Miro las arrugas que comienzan a asomarse por la comisura de los ojos, cada vez menos tímidas. Semidormida, aunque se lo que se viene. Una despedida.
-Tu deporte favorito es perder el tiempo- te dice la del espejo. Pero cada vez suena menos irónico y fresco, ella empieza a arrugarse.
Me lavo la cara en este baño ajeno. Yo lo decoraría distinto, pienso. Siempre quise tener una biblioteca acá adentro, siempre quise tener una biblioteca en el baño. Era mi lugar preferido cuando era chica. Pasaba horas leyendo en el único lugar de la casa que no estaba vidriado, libre del panóptico familiar. El baño era mi reino, mi Narnia, el clóset del que no quería salir. Pero este baño no es mío. Sólo soy una turista, y estoy revisando que no me olvide nada.
Por un momento fantasee con la idea. Siempre que estoy en esta (buscando no dejarme nada olvidado) me acuerdo del Messi derrotado pre-2022: es increíble pero no se me da.
Solía pensar que encontrar el amor era ganar un Mundial y que nunca más vuelvan a jugarse.
Me pudre mi propia inocencia.
La cronología de mi vida se mide en andanzas románticas. Como si en mi cabeza funcionase una subsidiaria de Polka, que ordena por novelas quién fui cuándo estaba con quién. Igual de absurdo, pero sin ganar un peso por algún product placement.
Idea millonaria: que mi próximo devaneo sexoafectivo esté auspiciado por alguna marca de preservativos, trans-friendly.
Es más fácil imaginarse el fin del amor que el fin del capitalismo.
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Nos conocimos por encargo, víctimas del algoritmo y los primeros fríos del Otoño. Recuerdo haberle dicho que tenía miedo de no sentir nada y haberme entumecido sentimentalmente. Traté de explicarle que pasar mucho tiempo por rupturas te endurece a tal punto que a veces sólo buscas eso: romper. La única manera de sentir algo se da cuando todo se estrella, y decís: este dolor me recuerda que estoy viva.
Riesgo calculado, absorción del impacto. Es insoportable, pero me hace sentir viva, y sólo así puedo sentir que hay un mañana.
Un precio a pagar por la ablación.
Un precio a pagar por un sentimiento alquilado en ese catálogo humano en que todo suena a regateo.
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Me gustaría estar rodeada de gente imaginate algo así como una fiesta llena de gente bailando entregada al goce a las máquinas del ruido y del movimiento y las luces ah te vi entre las luces a la distancia clavarte los ojos que nuestras miradas se encuentren por encima de los cuerpos sin nombres sostenernos sostenernos sostenernos a veinte metros o más mejor encontrarte en la multitud porque eso quiero encontrarte en la multitud y que de repente todos menos vos desaparezcan
todos menos vos
todos menos vos
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¿Cuándo fue la última vez que hablaron de Dios con alguien? ¿Cuándo fue la última vez que le preguntaron a alguien que apenas conocen que sabe de Dios? Ni siquiera si cree: ¿Qué sabe?
La última vez que lo intenté, estábamos tiradas en su sofá. Me explicó que Adán y Eva no fueron expulsados por coger. Yo creía que había sido por coger, muy básica. Pero ella me enseñó, sin poco entusiasmo, que fue por haber querido saber distinguir el bien del mal, por comer el fruto prohibido del árbol del conocimiento, sea lo que sea que eso signifique.
¿Qué clase de Dios te deja elegir y te castiga por hacerlo?
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Lo que yo le enseñé es que las cosquillas son un mecanismo de defensa. Que es una forma de proteger zonas vulnerables del cuerpo, casi mecánicamente, porque el cerebro trata de anticipar las zonas de contacto. Que sentir cosquillas es necesario, pero que yo no tenía esa capacidad.
Intentó hacerme sentir cosquillas, pero no pude sentirlas. Nunca aprendí a defenderme.
Mi cerebro se anticipa a otro tipo de movimientos, y por eso, huyo.
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Bombas de aquí para allá. Medio oriente. Otra vez. Tan lejos que no suenan, pero tan cerca de que alguien apriete el botón equivocado…
Nos salvamos esta vez, y esta otra. ¿Queremos ganar la tercera?
Dios, parece, atendía en la Unión Soviética.
Me hubiese encantado que la bomba, el final, nos encuentre haciendo cucharita. Carbonizadas, haciendo cucharita, petrificadas para la posteridad, como pompeyanas tras la erupción del Vesubio.
Me cuesta pensar en quién quedará para encontrar nuestras estatuas.
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También la odié. Odié su biblioteca de 9 libros que incluía novelas adolescentes, tarot y alguna otra cosa igual de intrascendente, odié la decoración de oficina que nos arrinconaba, odié el almohadon con la frase de creer en vos misma, odié el póster de Lana del Rey sobre la puerta de la habitación que nos miraba mientras ella me ponía en cuatro y me sostenía del pelo.
[Bueno, quizás eso no. Era sólo extraño. Se lo dije y estuvo a punto de sacarlo pero me negué. Lana del Rey es un flagelo musical, pero no voy a negarme a esta cuota de exhibicionismo adolescente.]
Odié sus dientes demasiado perfectos, odié que pudiese dormir tan cómoda sin despertarse durante más de ocho horas, odié que sienta entusiasmo por casi todo, odié que me mire como un perrito cuando no entendía mis comentarios irónicos o mis chistes, odié su bondad de corazón del interior, odié que me conmueva hablándome del sacrificio del trabajo digno, de sus padres, de la vida, odié que no sea lo suficientemente snob, odié que no sepa cocinar, odié que crea más que yo en lo que yo digo creer, odié que me confunda, odié que se despida de mí con tanto cariño, odié encontrar profundidad en su simpleza, odié que diga substrack, odié que me quiera, odié tener que decirle adiós.
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Adiós, mi extraña favorita.
Adiós y buena suerte.
Lo bueno si breve, dos veces bueno.