La mejor lección de literatura no la tuve en una clase universitaria. No la tuve ese medio año que intenté cursar Letras, no la saqué de una conferencia de Borges, tampoco surgió de un taller literario. No me llegó en un reel, ni siquiera la pronunció algún escritor famoso.
La mejor lección de literatura (probablemente la única) me la dió mi mamá, cuando a los 6 años me mandaron de tarea escribir 5 oraciones, y yo luchaba por encontrar algo que sea real, que me haya pasado, para las 3 restantes.
Mi vieja, entonces, me lo reveló: No todo lo que escribís tiene que ser cierto. No todo tiene que ser de verdad.
Algo en mí se rompió.
Por añadidura, entendí que también no todo lo que leía era cierto. Que esa regla aplicaba para mí y para toda persona que escribe, que existía la verosimilitud, y ninguna forma de comprobar la verdad, porque en última instancia, eso no era lo importante.
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Soy una estudiante de Letras frustrada. Lo intenté a mis 18s, fue mi primer fracaso universitario, más no el último. En esa época de mi vida, circa 2013, me imaginaba en una sala de imprenta, al calor de la tinta, supervisando que se imprima correctamente el último número de Pravda o siendo allanada por la policía tras publicar alguna nota que atente contra el orden público, al mejor estilo Cerdos & Peces (siempre fui menos que mi reputación).
Nada de eso sucedió. Desistí después frustrarme en Griego I, el cansancio de viajar 40 kilómetros para ir a fumar porro a la terraza de la FaHCE, un rechazo amoroso bien puesto y gastar la poca guita que tenía en el bolsillo en cigarrillos. Así que ni amor ni gloria.
Todavía hoy siento que La Plata está maldita y evito a toda costa ir hasta allá.
También abandoné mis pretensiones para con el mundo editorial, aunque haya pateado menos esas calles y sólo sea una turista a la que le gusta perderse en la geografía.
Sólo soy eso: una turista ignorante a la que le gusta perderse.
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Durante una tarde de taller de poesía porteño, el verano pasado, hablamos de editoriales. Siempre que nos aproximamos a ese mundo, me siento bastante rubia. Y de hecho tuve mi momento cuando dije: A mi me gusta esta- (link incluido para el agujero del conejo) y saqué un ejemplar manoseado de la mochila- porque recupera el formato de bolsillo (algo que se aprecia cuando se vive lejos y se pierde la vida en el transporte público), son nouvelles y hay para todos los gustos: desde temas pesados como la muerte de un ser querido hasta varones publicando sobre Messi (mi encanto, a veces, se confunde con el de una azafata).
Una sonrisa cargada de sarcasmo se dibujó en el labio de alguna, y supe que estaba siendo por de más inocente. Le había tirado un churrasco a una jauría de hienas, y ahí entendí que, hoy por hoy, tener una editorial es un pasatiempo de ricos y herederos aburridos, o de aventureros incurables, con más pasión que fortuna (y que al cabo de un tiempo encallan ese barco).
Volví a ver el librito de tapa oscura, rugosa y diseño minimalista como lo que era: una dádiva, una transferencia de recursos que se da el lujo de agrupar en su catálogo glorias futbolísticas y tragedias domésticas, como si fuese el noticiero al mediodía. Una editorial de amigos, todo queda entre amigos.
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¿Estoy enojada? Si, claro.
¿Deberíamos estar enojados? Más que nunca.
¿Contra qué?
¿Contra quiénes?
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Es sábado a la mañana. Del otro lado de la habitación, mi amiga recibe un newsletter. Se trata de una de las escritoras publicadas en dicha editorial, a quien mi amiga sigue por redes y mails, porque solían trabajar juntas en su laburo de cuello blanco, hasta que la escritora fue despedida.
Seguirla a ella y a su producción (lurkearla sería más apropiado) es una forma de estar a su lado silenciosamente, de acompañar ese lento peregrinaje por el desempleo, de sentirse conmovida sin comprometerse, otro signo de los tiempos.
El título de esta entrega era: “Diario del desempleo“, y una podía entusiasmarse un poco, no por lo voyeurístico de la situación (desesperada), no en términos de porno-miseria, sino porque finalmente alguien tiene algo para decir. Alguien, al igual que millones, lo está viviendo y lo va a poner en palabras. Es difícil no tener expectativas cuando existe la posibilidad de ponerle nombre a la derrota, propia y de muchos.
Pero nada de eso pasó.
Lo que si obtuvimos fue un paseo narcicista por la intimidad de una clase media acomodada en Argentina que se sospecha en vías de extinción pero es incapaz de comprender que el juego, desde hace tiempo, dejó de llamarse ascenso social, para ser mera permanencia, en el mejor de los casos.
La escritora hace un racconto que se extiende a lo largo de un mes (como si el mercado laboral en Argentina fuese tan benévolo) porque en un mes se agota la búsqueda y ella, en un giro digno de Disney, termina en otro lado ganando el triple, adiós zoquetes, miren qué bien me queda este zapatito de cristal.
Y más allá de la ansiedad natural que provoca la situación, lejos de sentirnos en su lugar, sentimos la distancia. No tanto por esta conclusión de su Diario del desempleo (sic), sino porque no hay nada de qué agarrarnos ahí. No hay valor esencial qué extraer, en el cual una pueda verse representada, especialmente si conoces la experiencia.
¿Quién mierda festeja un cumpleaños en un zoológico? ¿Quién puede pasar un mes sin pensar en cómo llenar la heladera, pagar la luz, el gas, o simplemente todo aquello que necesitamos para la mera subsistencia? Ni hablar de si tenes gente a cargo. O alquilas.
La última vez que me despidieron, terminé con un patrullero en la puerta del edificio y dos policías de la ciudad en el departamento, cerrando la ventana del balcón por las dudas.
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Incapaz de entender su lugar en la historia, por lo tanto, incapaz de formular grandes verdades universales (o echar alguna luz para el presente), incapaz de crear algún tipo de espacio donde se pueda sentir algo que no sea conmiseración, así se arrastra la clase media acomodada en Argentina.
El newsletter está lleno de lugares comunes, como prenderles velitas a santos, sin ninguna acepción de lo sagrado. Una desesperación vacía, más cercana al trastorno obsesivo compulsivo que a una prueba de fe propia de las clases populares, capaces de caminar media provincia de Buenos Aires descalzos para agradecer (y jamás en voz alta).
Nace y se reproduce un género, la antiliteratura del narcisismo RRSS, donde todo es una perfo, incluso los rituales a los que se someten los acaudalados cuando empiezan a sentir turbulencias en el avión.
Las reflexiones se suceden y se enfrían. Tratar al dinero como un mero pilar importante para tu constitución mental (sic), es quitarle el desesperado peso que tiene producirlo hoy en día, es pensar que podes pagar ese equilibrio mental cuando se rompe. Es obviar las relaciones de poder intrínsecas. El dinero es dinero, para cualquier mortal, y hay cuentas que pagar (anteriores a la salud mental), bocas que alimentar.
Vivimos para trabajar y no al revés, desde hace unos años. Y a veces, los zapatos de cristal estallan sobre los pies.
Todo lo que se escape de esa furia nos fulminará.
¿Pido mucho? No lo sé. Sólo quiero que algún lugar quede en pie, libre del postureo, para poder gritar, necesitamos gritar, que el trabajo nos está matando a todos los que tenemos que trabajar.
¿Ustedes no?
Necesitamos saber qué pasa cuando estalla ese zapato de cristal, cuánto duele y por qué es absurdo usar vidrio en los pies en primer lugar.
Algún espacio debe quedar en pie, sin importar si es verosímil o no, porque el compromiso con lo verdadero excede a las formas y se transforma en valor universal, por un instante (y con la suerte suficiente, madura y sobrevive al viento de la historia).
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Yo también tengo un LinkedIn (bastante activo para mi pesar). Me someto a las lógicas de la representación. Ese espacio donde finjo amar la productividad y mi trabajo, barro bajo alfombra el acoso sexual, ser explotada por fuera del horario, fingir cordura para con mi rota salud mental, entristecerme por los despidos de personas con sueños y proyectos como los míos, sentir que mes a mes cada vez cuesta más vivir y todo eso que muchos de ustedes seguramente también sienten.
También tengo mi no-lugar, mi lugar sagrado, donde prima el grito por sobre cualquier otra cosa: un substack sobregirado y mis ganas de empezar una conversación que rompa el silencio o la desigualdad de tener que ser sólo leída.
Escupo contra la idea de una literatura dirigida, creada, sustentada, por esta clase de endogamia clasemediera que puede publicar(se) para hablar sin nada que decir, porque muchos estamos demasiado ocupados en pensar quién paga las cuentas, y a veces, incluso más abajo.
Descreed de quiénes no están enojados. Y abrazad el conflicto.